Por: Sara Lucía Caicedo Luna y Diana María Vélez Salinas
Batea de miel
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Por la misma vereda los lunes y sábados llegaba Miguel con Pólvora, la yegua relinchosa. En el trapiche de los Restrepo, eran veinte mulas, siete burros y trabajaban quince; le compraban la caña a los Toro, los ricos de la zona. Jugo, bagazo, horno, cocción, cambios de bateas, 100 grados, evaporación, miel, moldes, enfriamiento, empacado. Todo se vendía a la Federación de Paneleros a buen precio. Trabajaba en los moldes, muerto de calor y aunque estaba acostumbrado, el verano pegaba tan duro que ni el guandolo le rendía para la jornada. Tenían turnos de quince minutos para no dejar los hornos solos, sin miradas. El almuerzo era lo más esperado, la hija de don Argemiro y la esposa eran las encargadas de la comida.
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En marzo aumentó la cantidad de caña y Miguel subía hasta cuatro días por
semana buscando La Palmichala para que Pólvora pudiera beber antes
de llegar. En las montañas de Antioquia todos los caminos se encuentran
para unir la sazón y el saludo de la gente. Miguel se soñaba el almuerzo
de las manos de Clara; llegaba en el último turno para verla lavar las
bateas, sin palabras, mientras se comía el sancocho que hacían los sábados,
la miraba. A las cinco se terminaba el trabajo y todos se iban cansados al pueblo
a cobrar.
Finalizando marzo, Miguel le había puesto los ojos a Clara y ella en silencio lo
miraba también, todos comentaban, ella no hablaba. Don Argemiro angustiado
por los rumores quiso ponerle tatequieto y le preguntó a Miguel; quien asustado
no tuvo mucha soltura en su respuesta, la miró en la distancia y suspiró;
Argemiro a lo lejos le hizo señas a ella y se fue.
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Valeria Vásquez